Otras categorías literarias

Me admiro, como tantos, ante los versos más célebres.
Envidio a quién sabe manipular grácilmente mis emociones
con cuatro o cinco lineas certeras, de esas que calan profundo.

Pero a veces sucede que me conmueven más otras cosas.
Tres palabras, un par de frases trilladas, sin rimas ni nada,
escritas por las manos anónimas de gente cualquiera.

Personas que vandalizan sin pudor el espacio público,
confesando su amor sin poesía y en letras chiquitas,
con más urgencia de escribirlo que necesidad de ser leído.

Un corazón flechado, con dos iniciales, debería ser también literatura.


Tiempos distintos

Hubo un tiempo en que fueron cientos, y otro en que fueron miles.
Y luego, un tiempo en que no fueron ni cientos ni miles, ni nada.
Ni reales, ni imaginarios. Ni en esta dimensión, ni en ninguna otra.

En la histórica legión de pequeños demonios que me habita, las cosas fluyen.
Más (o menos) inquietos según la temporada, la ocasión, los vientos.
Permeables, como cualquiera, al chaparrón ineludible de las circunstancias.

A veces, ofendidos, no me hablan (pero yo igual los escucho murmurar)
A veces, agotada, no les presto atención (pero ellos son muy pacientes)
A veces jugamos a que nos olvidamos mutuamente (pero es solo un juego)

Amores textuales.

Hay gente que me enamora.
Gente de carne y hueso de la que sé poco y nada.

De la mayor parte desconozco su origen,
su nombre, su porte, su platillo preferido.

No sé a ciencia cierta si son hombres o mujeres.
Si viven aun, si ya murieron, donde nacieron.

No sé ninguno de esos detalles,
ni me importa saberlos.

Me invento su voz cuando los leo,
me invento su voz susurrándome desde adentro
y me enamoro,

en las primeras diez páginas de una novela;
en los tres párrafos iniciales de un cuento;
en los últimos versos de una poesía.

El «hubiera»

Dicen que el “hubiera” no existe, pero sí existe.

Es ese limbo en donde se guardan eternamente

esos futuros posibles que estuvieron a un gesto,

a una palabra, a un beso de ser realidad, y no lo fueron.

Un limbo en donde sobreviven sin vivir,

a buen resguardo y sin embargo condenados,

esos paraísos que ingenuamente imaginamos;

y también, esos infiernos de los que nos salvamos.

Las estrellas y otras mitologías…

Año 2621.
Hace ya casi dos siglos que las estrellas no se ven desde la superficie de la Tierra.
La luna es apenas un resplandor eventual que se confunde en el iluminado cielo nocturno.
Respecto a su existencia, primero llegó la duda, luego la negación, y por último el olvido.
El mundo se ha vuelto más plano que nunca antes.

Las otras palabras

Existen ciertas palabras (no estas, otras) que en nuestra mente se conciben, se combinan y conjugan de manera recurrente.

Día tras día (y principalmente en las noches) las frases se van armando y desarmando, como si de una danza infinita se tratara, en busca del sentido y la forma más exactos.

Cuando parece que ya han encontrado su composición definitiva, vuelven a reorganizarse al son de una voz distinta (cada vez es otra voz, pero todas me pertenecen).

Porque (a veces, no siempre) si importan los detalles: de figura y de fondo, de sentido y sonido, de intenciones primeras y segundas.

Pero esas palabras (esas, no estas) nunca han de ser por mí pronunciadas ni escritas: en el mundo exterior se marchitarían en un instante; su condición de mantra íntimo tornaría en burda letanía.

Se volverían inmutables (¡qué espanto!), cosa dicha, tinta sobre papel, unos y ceros en otras memorias que no son del todo mías.

Si las recuerdo, vivirán y morirán conmigo (si las olvido, recordaré al menos el gozo de saber  que han existido).

 

La mosca y la sopa

una mosca…

A veces (muy de vez en cuando) me pasa:
siento como si mi mente fuera una sopa.
Una mala sopa de fideos que lleva tres días en la olla.
Una sopa con escasos, insulsos y escurridizos fideos.

Entonces llega una mosca y se posa en la sopa.
Una mosca indeseable, insoportable y misteriosa.
Una mosca como cualquier otra mosca.
Pura complejidad, impredecible y ajena.

Y con su beso espantoso me devuelve a lo que era.


Pocas certezas

Quizás tuviera problemas con la mafia, o con la ley. Tal vez sufriera algún tipo de paranoia al respecto. O simplemente nunca llegó a confiar en mí lo suficiente. Lo cierto es que hoy, después de más de una veintena de encuentros y quién sabe cuántos litros de café a lo largo de una década, aún no sé su nombre. Ni su nombre, ni su edad, ni su origen. Nada.

En su momento, toda esa intriga de datos personales no revelados me parecía que le agregaba un interesante plus a la historia. Como sucede con los súper héroes de los comics, que no pueden develar su verdadera identidad, so pena de muerte. O con aquel mantra casi sagrado de “proteger la fuente” que invocaban los investigadores de las novelas policiales. En aquel entonces lo acepté con gusto; me sentía absolutamente capaz de jugar con las reglas que me pusieran, por más absurdas que fueran.

El vínculo se estableció, en un principio, con el formalismo propio de una relación laboral. Como si de una entrevista se tratara; una que nunca pedí pero igual me fue concedida en cómodas cuotas. Una a la que luego nunca quise, o nunca pude, renunciar.

Es verdad que nunca pedí esa entrevista, ni la busqué, ni hubiera sabido cómo. Ni esa ni ninguna otra. Pero cuando me llegó la invitación anónima para encontrarnos en una pequeña y desconocida cafetería del centro, no dudé en aceptarla. Por alguna razón, “olfateé” una gran historia tras esa breve llamada: la gran historia que yo, sin saber, estaba esperando.

No es que me hubiera formado profesionalmente como periodista: lo mío era algo más amateur. Nunca me costó escribir, y desde adolescente me ganaba unos pesos extra publicando en medios locales o revistas que pretendían ser especializadas aunque no lo fueran. Tenía la habilidad de poder escribir sobre cualquier cosa como si en verdad supiera del tema, y era más fácil (y económico) contratarme a mí que a un experto en la materia. De tanto en tanto aparecía quien me buscara para plasmar por escrito sus mundanas memorias, sus nunca originales hipótesis conspirativas o sus dudosas revelaciones divinas. Pensé que ésta sería una de esas veces, fantaseando con que finalmente tendría en las manos una historia que valiera la pena.

He de confesar que a nuestra primera reunión asistí con más curiosidad que otra cosa, como para tantear el terreno. Fui a escuchar. No llevé libreta ni lápiz porque habitualmente no los necesitaba. Confiaba en que mi memoria retuviera lo esencial. Eso era más que suficiente para un primer encuentro.

Por otra parte, ni durante esa primera reunión, ni en la siguiente (hasta donde yo puedo recordar) se me pidió expresamente que escribiera cosa alguna; ni biografía, ni memorias, ni teorías. Nada. Tomar apuntes por iniciativa propia hubiera sido, cuanto menos, descortés. Preguntar, sin que se me diera pié para ello, también. Hacia la tercera cita, el modus operandi que nos regiría por casi diez años ya estaba inexorablemente establecido.

Si bien la locación cambiaba cada vez, el desarrollo de los encuentros era básicamente el mismo. Pasaba bastante tiempo entre uno y otro, pero el ritual no era ni más ni menos que eso: un ritual.

–Hola de nuevo –me saludaba en cada ocasión, con una leve sonrisa teñida de complicidad, como si nos hubiésemos visto por última vez la noche anterior, y no cinco o seis meses antes.

–Hola –respondía yo, medio murmurando y sin levantar la mirada. La familiaridad con que empezó a saludarme después de un tiempo, paradójicamente, no hacía las cosas más fáciles para mí–. Perdón por la tardanza –me excusaba una y otra vez, aunque nunca llegué más de cinco minutos tarde–. No…

–No te preocupes, recién llego –me interrumpía como al pasar. Siempre con la misma actitud condescendiente, intentando minimizar mi falta, pero dejando en claro que la falta existía–. ¿Cómo has estado?

–Bien… –respondía mecánicamente. Era la única oportunidad que tenía de decir algo, y la desaprovechaba con una respuesta que era pura convención. Después, un incómodo silencio. Me regalaba esos treinta segundos de silencio por si se me ocurría agregar algo más. Era claro, era obvio. Pero yo simplemente ya no era capaz de articular palabra.

–Me alegro –decía, sin perder su sempiterna sonrisa. Y con esa simple frase se daba por terminado el diálogo.

Acto seguido, pedía su espresso ristretto en vasito de vidrio; esa era, hasta donde sé, su única excentricidad. Si bien cada uno de los veintitrés encuentros se concretó en un escenario diferente, donde fuera se desenvolvía como habitué. El personal del lugar, invariablemente, parecía reconocer y responder a sus gestos como si fuera cosa de todos los días.

Nada destacaba ni en su porte ni en su forma de vestir. Sin embargo, a su alrededor el entorno parecía ajustarse y reacomodarse mágicamente. Las luces y las sombras, los objetos y hasta las personas se distribuían y acomodaban en su exacto y estudiado lugar. Un arreglo de elementos, relaciones y proporciones en las que, obviamente, siempre era el centro.

No fumaba, pero había un je ne sais quoi en la forma elegante y controlada en que movía las manos que delataba cierta añoranza al respecto (quienes sabemos de ese vicio lo reconocemos con facilidad). Lo mismo ocurría con sus palabras. Salían de su boca ya masticadas, medidas y sopesadas, diciendo exactamente lo que querían decir y, sin embargo, dejando entrever que era mucho más importante lo que callaba, que lo que decía.

Hablaba pausadamente, con frases cortas y muy concisas, como recordando. Sus preguntas siempre eran retóricas y sus silencios, tan teatrales que jamás me hubiese atrevido a quebrantarlos.

Luego de exactamente dos horas de disertación ininterrumpida, miraba su reloj, pedía la cuenta, pagaba y se despedía con un alegre “nos vemos pronto”. Todo sucedía de forma tan abrupta, que yo apenas llegaba a contestar con un “hasta la próxima” de rigor. Siempre, todas y cada una de las veces, igual.

Hace unos tres años nos encontramos como de costumbre en una coqueta confitería recién inaugurada, y nada me hizo suponer entonces que esa sería la última de nuestras particulares reuniones. Cuando acudí a la siguiente cita, ya no estaba; bajo el vasito de vidrio aún tibio descansaba un sobre con mi nombre (¡mi verdadero nombre!) garabateado con prisa. Dentro del sobre, una nota: cinco líneas, un saludo y ninguna firma.

Once meses después del episodio aquel, me di cuenta de que no podría rehuirle al tema por más tiempo. No me hizo falta tener un master en psicología para notar que algo no marchaba bien: simplemente no podía pensar en otra cosa. Si hubiera tenido en aquel momento algo de vida social, o alguna responsabilidad laboral más seria, posiblemente se hubieran visto afectadas negativamente. Pero mi vida social por entonces ya se limitaba a un par de foros virtuales, y todavía podía vivir decentemente con las magras pero suficientes regalías de mi último trabajo.

Muchos de mis días y de mis noches por aquel entonces, los pasé indagando en las profundidades de la red, buscando pistas, tratando de atar cabos. El no poder descifrar el código encriptado en sus últimas palabras me hacía sentir constantemente en arenas movedizas. Me corrijo: el código que suponía que escondían sus últimas palabras, porque ni siquiera tenía la seguridad de que así fuera. Empezaba a naufragar en el mar de la inseguridad, en las oscuras aguas donde la realidad y la fantasía se mezclan y se funden. Me ahogaba en ellas y yo necesitaba con desesperación algo concreto a lo que aferrarme.

Sería válido argumentar que el mero hecho de intentar violar su anonimato (implícitamente pactado o unilateralmente impuesto), el querer saber algo más sobre su persona, es decir, el querer saber al menos algo sobre su persona, se parecía un tanto a un acto de traición. Pero también el abandono es un acto de traición. Ojo por ojo, pues. Ley del talión que le dicen. Justicia de la más ancestral que invocaba apenas amenazaba con aflorar en mí cierto sentimiento de culpa.

Como sea, no contaba con muchos datos en los cuales basar mi investigación. Tanto en el mundo real como en el virtual, fue lo mismo que buscar un fantasma. ¿No se suponía acaso que hoy todo, TODO, está en internet? Hace veinte años no era así. Se sabía lo que se podía saber, se podía avanzar un poco con algo de esfuerzo y voluntad, pero había un límite y todos podíamos vivir con eso. Yo podía vivir con eso; podía vivir alegremente con las migajas de conocimiento que lograba picotear en mi día a día. Pero esos fueron otros tiempos.

El primer profesional que consulté online cuando me percaté de mi creciente obsesión, me enrolló con no sé qué disparatadas especulaciones freudianas. Una experiencia espantosa y surreal, que abandoné luego de la segunda sesión. Ciertamente, los síntomas siguieron empeorando desde entonces.

Dejé pasar unas semanas y lo intenté de nuevo. Tampoco me fue bien. La doctora, psiquiatra, psicóloga y especialista en terapias alternativas, luego de insinuar torpemente que lo mío podían ser inventos o alucinaciones, me recomendó que pasara en limpio mis recuerdos, pensamientos y emociones. En resumidas cuentas, que empezara algo así como un diario íntimo para ir ordenando mis ideas. Acepté a regañadientes su sugerencia, más no llegué a escribir ni dos palabras. Me invadió un terror visceral frente a la brillante hoja en blanco de mi procesador de texto. Nunca antes me había pasado. Las manos me sudaban al acercarme a la máquina; sentía mis yemas llagadas con solo pensar en pulsar las teclas. Mi computadora se me asemejó, desde entonces y por varios meses, a un monstruoso cíclope de mirada ciega, cuyo cuerpo me seducía, me asqueaba y me atemorizaba a la vez.

Quedarme de brazos cruzados no era opción. Busqué otros modos. Siempre hay otros modos. Visité hemerotecas, revisé cientos de archivos en el Registro Civil, leí y releí completa la guía telefónica local, solo por si algún nombre me hacía ruido. A modo de soporte visual, improvisé un mural en la pared de mi cuarto: allí desplegué un gran mapa de la ciudad, donde fui marcando con chinchetas cada lugar donde nos habíamos citado, cada cafetería, bar o fonda de mala muerte. Lo hice en estricto orden cronológico, y luego uní los puntos de una y mil formas distintas intentando encontrar, sin éxito, un patrón que me convenciera. Visité cada uno de los establecimientos marcados en mi pared, interrogando infructuosamente a los mozos y meseras de mayor antigüedad. Era como buscar a tientas una aguja en un pajar, en una habitación a oscuras, donde no había ni pajar ni aguja.

Salvo el lugar y la fecha de cada reunión, los demás recuerdos se me volvían más difusos día tras día: ya no recordaba de sus pláticas más que aquella exasperante forma de saludarnos y despedirnos cada vez. Eso, y la imborrable sensación de euforia, mezcla de asombro y lucidez sobrenatural, que me embargaba al oír sus palabras. Esa sensación que acompañaba todo trayecto de regreso a casa y luego, poco a poco se iba diluyendo, dejándome en ascuas a la espera del próximo llamado. Pero esas eran solo impresiones, emociones; en poco y nada ayudaban a mi pesquisa.

Con los detalles de su rostro me pasó algo similar. Fueron desdibujándose en mi memoria hasta fundirse en una etérea masa espectral de mirada giocondesca, que no podía evocar a voluntad, pero que sin embargo siempre estaba presente.

Llegó el momento en que mi única salvaguarda para no perder la cordura fue ese papelito manchado de café, esa nota sin rúbrica, enmarcada y colgada sobre mi cama cual amuleto sagrado. Un solo nombre. Algo tan mínimo y simple como eso me hubiera bastado para acallar las voces que no dejaban de hacer preguntas a gritos en mi cabeza. O al menos para recuperar mi calma. Hacer mi duelo.

La pandemia que nos tiene encerrados hace ya un año, ha resultado ser una bendición para mí. He dejado de fumar, he refinado mis gustos, he sanado mi cuerpo. La soledad absoluta me ha sentado bien. He leído mucho y estudiado con ahínco para cultivar mi espíritu. Nada ni nadie interrumpe el silencio del barrio, de la casa, y así siento que puedo pensar mejor. Mejor que nunca antes. Es cierto que ya no puedo ir absurdamente de café en café, repitiendo el mismo circuito de entonces, apostándole sin demasiada esperanza al milagro de un reencuentro fortuito; menos mal que ya no puedo.

He tenido que aprender el sutil arte de vivir con pocas certezas. Su presencia me intimida incluso en la ausencia. ¿Cómo lo explico? No es miedo, es otra cosa. El “aura” que irradiaba entonces, que inundaba la atmósfera a su alrededor de sutil irrealidad, se proyecta sobre mí y me envuelve aún hoy. Y eso, obviamente, me intimida. Pero no me espanta.

La imposibilidad de escribir la he vencido de a una letra por vez. Palabra a palabra. Con frases cortas. Pienso con frases cortas, escribo con frases cortas. Una tras otra. Así me resulta más claro. Más ordenado. Más real.

El tema de las pesadillas que me despertaban en mitad de la noche lo tengo resuelto con pastillas. No sé siquiera si sueño cuando duermo. Tal vez si, tal vez no: si aún existen, ya no las recuerdo ni me persiguen durante el día. Con eso, tengo suficiente.

Punto de fuga

¿Qué es un punto de fuga? Es un ardid gráfico, sencillo y efectivo, utilizado para que la representación se parezca, un poco más, a lo representado.

Es un engaño que nuestro cerebro acepta, naturaliza y agradece; una artimaña geométrica que nos ayuda a ordenar el espacio y las ideas.

Pero, por sobre todas las cosas, es un lugar místico donde las cosas imposibles suceden de forma inevitable: allí es donde finalmente se encuentran, se unen y se entrecruzan las lineas paralelas.

Algo lo bastante imposible como para habilitar quién sabe cuantas otras “imposibilidades”, cobijar quién sabe cuantos sueños guajiros, utopías sagradas o fantasías inconfesables.

Un punto de fuga es, en resumidas cuentas, un lugar ideal al que fugarse de vez en cuando.

L

Le lamí los llagados labios lentamente.
Las lujosas ligaduras limé llorando.
¡Logré liberarlo! (lo lamentaría largamente).

Luego las leyendas llenarían la literatura.
Las letanías, las litografías, las loas, los lemas…
¿Leerán los libres las letras lunáticas?
¿Levantarán los licenciados las licencias lacerantes?
¿Lucrarán los listos ladrones?
¿Llegarán lejos los lastimosos limosneros?
Lisonjas; lisas, llanas lisonjas.

Las locas leyendas limitan las laicas lógicas locales.
Las laberintos legales limitan las libertades logradas…

Llovieron lentas lluvias, llenando las lagunas.
Los locos lindos libaron lisérgicos licores.
Los lúcidos letrados limpiaron la literatura libidinosa.
Los longevos legisladores lideraron los levantamientos.
(Las leoninas legiones los laureaban).

Lucieron límpidas las librerías, los libreros, los libros.
Los legajos lapidaron los loables legados, las legítimas lecciones.

Lamentablemente, le llegó la llamada letal.
Le lustré las lanzas libertarias.
Le limpié las lágrimas lastimosamente….

La luz languidece. Lo lincharán.

Los lobotomizados leviatanes lo lograron. (Llevaban las llaves).
La lascivia los levantó, los llevó lejos.
¿Lucharán libremente? ¿lucharán limpiamente?

Los lazos lo lesionaron, los latigazos le lastimaron los laterales.
La lava llenó los laberintos límbicos. Las llamas lo liquidaron.

Los lívidos líquenes llenan ligeramente las lápidas. La llovizna las lava.
Livianas lilas lavanda llenan los lóbregos lugares liberados.
Leales, las libélulas llevan luto. Las luciérnagas levitan libres.
Los lerdos lagartos libran lúdicas luchas legendarias.

La lideres lideran la lacra. La lacra labra las leyes.
Los locuaces leguleyos leen las leyes, lijan los largos lápices.

Logré liberarlo. Leve libertad.
Lo lamentó. Lo lamenté.

Casi gris

Perro gris, bajo un cielo gris profundo,
sobre fondo gris de niebla infinita,
sumido en el gris que es todas las cosas.
Tu mirada gris de lobo gris, en mi alma gris clavada.
Tu silencio gris de perro que no ladra.
Tu dentellada gris siempre expectante,
congelada en ese instante gris previo a la furia.
Y tu saliva gris que escurre, tu lengua gris que invita.
Y tu colmillo gris, aun manchado de mi sangre roja,
apenas roja, todavía roja, mil años después.

Perro gris, tu sangre roja, otra vez roja,
casi roja, mil años después.

El viaje de las cruces

Tres viejas cruces, dos de hierro y una madera, perdidas entre las palmeras y el pastizal, perdidas entre los yuyos. Dos son completamente anónimas, una tiene un nombre y una fecha: 1873. Han estado ahí, o por ahí, desde hace más de ciento treinta años. Las tumbas, los cuerpos, han sido tragados, literalmente, por la tierra. Las cruces no. Las cruces de hierro forjado aguantan bien. También la de madera, que no es más que dos tablas de madera dura atadas en forma de cruz. Las cruces aguantan más que los huesos. Tres cruces nos hacen pensar en tres muertos, pero seguramente fueron muchos más, antes y después de ese 2 de mayo de 1873 que figura en la cruz grande.

Son cruces de tumbas de esas que se cavaban ahí nomas donde caía el muerto, no de cementerio consagrado y sacrosanto. Son cruces de tumbas de muertos de forma violenta, de una época en que era más difícil morir de viejo.

Quién sabe cuanto tiempo estuvieron de pie, clavadas en la cabecera de una fosa cavada a la ligera, velando por los cuerpos, indicando que allí descansan los restos de otro ser humano. ¿Un par de años? ¿un par de décadas?… ¿quién lleva flores a las tumbas sin nombre en medio del monte cuando ya no hay quién recuerde a los muertos?

Pero una de las tumbas si tiene inscripto un nombre, una fecha y una dedicatoria. Solo una. Un hijo puso una cruz con memoria para su padre. Posiblemente también él puso las otras cruces mudas. Hubo un tiempo en que esas cosas eran importantes.

El tiempo pasó y el olvido inevitable ayudó a que la naturaleza se tragara esas tumbas. Las cruces cayeron, porque el hierro aguanta, pero el oxido no perdona. Las tierras cambiaron muchas veces de mano, el paisaje cambió una vez, dos veces, tres veces. Las tres cruces fueron pisadas por las vacas, tapadas por la tierra, cubiertas por la maleza, quemadas por el fuego… quién sabe. En un siglo pasan muchas cosas.

Y un día cualquiera, cuando aun faltaba bastante para que termine el milenio, alguien está limpiando la zona y las encuentra. El nombre no le dice nada. Pero son cruces y eso es algo que se respeta. Las junta, las limpia un poco, las ata como puede a unas palmeras cercanas, ahí, casi junto al camino de ripio, que ahora es la entrada principal a un parque nacional. Y más o menos desde entonces, esa curva del camino, ese paraje dentro de la inmensidad del palmar, empieza a tener nombre propio: Tres Cruces.

Todavía faltarían varios años para que alguien se fijara de nuevo en ellas. El mundo ya no es lo que era. Ahora la información vuela. Y con un poco de paciencia, un nombre, una fecha y un lugar bastan para que la red de redes nos de las primeras pistas de una historia. Una historia mínima en el devenir de la Historia, pero no insignificante. El monte entrerriano esta lleno de cruces viejas, y eso solo contando a aquellos que tuvieron la “dicha” de tener una cruz que aguantara lo suficiente. Otros ni cruces deben de haber tenido.

Por eso, tal vez, que una cruz abandonada recupere su historia se vuelve un hecho importante. No por sí misma, no por el nombre y apellido que lleva grabada, sino en nombre de todas las demás que han quedado en el olvido. Las circunstancias de la muerte de Zenón Casas (que en las cruz figura como “Senón”) son detalles que, casi de casualidad, figuran en los libros de historia. Esta cruz, y sus dos anónimas compañeras, pueden ser, a partir de ahora, un testigo mínimo pero tangible, real, de una historia que al fin y al cabo es parte de la historia de la región y del país, una historia llena de controversias apasionadas para quienes la conocen, y una parte importante de la historia ignorada por la gran mayoría.

El ombú

A pocos metros de casa hay un ombú. En la Ciudad de México no abundan. Yo apenas si sé de tres o cuatro. Y uno de ellos esta junto a mi casa, medio camuflado en la frondosa vegetación del parque. No está solo en medio del descampado paisaje de la pampa, que es como suele presentarse en la imagen mental de tantos de los crecimos con aquello de que “la pampa tiene el ombú…”. Esa hierba gigante del sur, ese yuyo descomunal disfrazado de árbol, cobija bajo su sombra varios agaves, una yuca, un par de colorines, todos ellos muy mexicanos. Y pesar de ser grande, otros árboles cercanos mas grandes aun le hacen sombra de rato en rato.

A mi me llena el pecho con olor a nostalgia, me trae muchísimos recuerdos de la infancia.  De aquel ombú grandote que era el centro de nuestros veranos, el hito que ordenaba nuestro universo  de piletas, amigos y meriendas.  Jugábamos  a trepar por sus raíces que emergían de la tierra y pasar por los recovecos de su tronco. Recuerdos de la primera yarará que vimos de cerca, cuando se despertó de mal humor un invierno, en uno de los huecos de su tronco. También me trae recuerdos de otro ombú, que crecía obstinadamente junto a un tapial de la casa y amenazaba con voltearlo. A ese no lo dejábamos crecer mucho. Mis hermanos y yo, niños aun, salíamos con un machete y cuchillas de cocina a «podarlo» todos los años. Su pulpa blandita y aguachenta nos dejaba el trabajo fácil, pero para nosotros era toda una tarde de aventuras y grandes hazañas.

Este ombú de aquí no es muy invitador. Aunque su sombra sea probablemente la mejor sombra del parque, aunque su raíces inviten a trepar, no hay por donde acercarse. Al estar junto a una parada de autobuses, el suelo alrededor del ombú acumula basura y restos de comidas. Es un lugar invisible para el que pasa, aunque este a plena vista de todos, e invisible también para quienes se encargan de mal mantener el parque.

Me pregunto quién lo habrá plantado. Nunca imagine, hasta ahora, que el ombú fuera de esas cosas que se plantan. Los yuyos, grandes o pequeños, crecen donde quieren. Pero dudo que este apareciera aquí, justo aquí, de manera espontánea. Hay, debe haber, una historia tras este ombú. Aunque sea una historia mínima, una que ya nadie sabe, que nadie recuerda, que no figura en ninguna lado

Se nota que no está en su entorno natural, aunque se ve sano y fuerte. ¿Como explicarlo? Hay algo en su “ombusidad” que no me cuadra. O tal vez sea yo nomas, es decir, mi mirada, algo de mi que se proyecta en esta condición compartida de extranjeros con residencia indefinida.

La pestilencia

Por ese río de caca
que son las cloacas,
que son las cloacas.
Viene bajando con insistencia,
la pestilencia,
la pestilencia…

Hasta hace poco se quedaba dos cuadras río arriba, la pestilencia…
Quién sabe qué la detenía por allí, pero ya venció toda resistencia.
Y ahora se mete, de rato en rato, también en casa, la pestilencia…

Como un espíritu denso y casi corpóreo, va avanzado la pestilencia…
Insoportable e irrefrenable se asoma por las rejillas de los desagües.
Y todo lo invade y lo impregna, y a todos ahuyenta, la pestilencia…

Cerrar puertas y ventanas poco vale para detener la pestilencia…
Ni mil sahumerios, ni otros humos, la disfrazan del todo.
Solo resta aguantarse y tener paciencia con la pestilencia…

Pues así como de golpe llega, de golpe se va, la pestilencia…
El mundo vuelve a ser bueno y hermoso en un segundo.
Y no es más que mal sueño con olor a mierda, la pestilencia….

Dicen que dicen que razones no faltan que expliquen la pestilencia…
Razones mas bien concretas y bien documentadas por la ciencia.
Y sin embargo, cuando llega, parece una maldición, la pestilencia…

Por ese río de caca
Que son las cloacas,
que son las cloacas;
Viene bajando con insistencia
la pestilencia,
la pestilencia…

Amablemente

Los detalles. A veces la memoria desestima ciertos los detalles.
Y a veces, mil años después, por algún motivo, los recupera.
Los detalles, que en su momento no significan gran cosa.
Y mil años después resultan ser una clave reveladora.
Los detalles, que no cambian nada y sin embargo…

Amablemente.

Los detalles, que queriendo o sin querer dan sentido a las cosas.
Que cierran círculos, que explican tanto, que esclarecen, que liberan.
Los detalles olvidados que vuelven y completan el rompecabezas.
Y la pregunta que surge inevitable: ¿porque justo ahora?
Y la pregunta que surge inevitable: ¿porque justo ahora y no antes?

Amablemente.

Tanta obviedad desestimada en favor de una duda enclenque.
Malhabida y bienhabida ha sido la nube de pedo rosa en que vivía.
Lo que fue y lo que pudo haber sido, de repente ya no son lo mismo.
Mil años han pasado, y sin embargo, algunos detalles cuentan.
Podrían ponerme triste y sin embargo, es más bien todo lo contrario.

Una filigrana

Eso fue lo que pensé en cuanto lo vi: una filigrana. Una delicada artesanía, una obra de arte en miniatura. Y no pude pensar en mucho más. Lo de matarlo al instante no fue siquiera un pensamiento. Fue puro instinto.

No sé si al resto de la humanidad le suceda igual. A mí siempre me pasa. Y siempre lo lamento.

Tal vez sea por un cuento que leí allá en mi adolescencia temprana. Un cuento donde el escritor magistralmente ponía voz al pensamiento de un alacrán que se lamentaba de su suerte de alacrán.

O tal vez sea una antigua culpa, de esas que obligan a confesarse una y otra vez

Hace mucho, muchísimo tiempo, encontré un alacrán en mi almohada, justo ahí, en centro, donde se suponía que debía apoyar mi cabeza. Y en vez de aplastarlo cual mandan el manual del buen ciudadano, lo guardé en un frasco. Una verdadera joya viviente,  delicada y perfecta. Fascinante.

Durante unos días intenté «cuidarlo», es decir, arrojarle algo de agua y un par de insectos vivos, que fueron despreciados una y otra vez por mi involuntario inquilino. Mientras, obviamente, no dejaba de molestarlo con un palito de brochette. Curiosidad cientifica, digamos.

Tras un poco días de mínima y monótona interaccíon, me agarró algún tipo de remordimiento por mantenerlo en cautiverio, y decidí devolverle su libertad. Pero en mi mente adolescente se me figuró que, tal vez, el bicho en cuestión buscara vengarse de mi malos tratos, aunque estos fueran bien intencionados.

La solución ideal llegó cual iluminación repentina. ¿Iba  a soltarlo? Sí. Pero antes iba a cortarle el aguijón. Claro, no pensé que con eso iba a matarlo de hambre más lentamente. No pensé en eso, ni en otras muchas otras cosas.

Con toda parsimonia y ceremonia, y casi que pidiéndole perdón en voz alta, busqué algunas herramientas de cirugía de mi papá. Con unas largas pinzas lo sostuve tan delicadamente como pude, y con otras pinzas agarré el peligroso aguijón. Tiré. El aguijón se desprendió. Tras él salió algo que debe haber sido su medula espinal o el equivalente en anatomía de alacrán. Y ahí estaba el alacrán con el que me había encariñado. Muerto. Bien muerto.

Dicen que el camino al infierno está empedrado de buenas acciones. Esta fue una de mis primeras piedras.

Desde entonces, siempre me lamento cuando me cruzo con uno. Si no lo mato yo, lo mata alguien más. Si se escapa, se lo busca hasta encontrarlo y se lo mata. Nadie los deja pasear libremente por su casa, como a veces pasa, por ejemplo, con las arañas. Yo no sé si sea solo por su peligrosidad. Creo que hay algo más, un miedo más ancestral, mas visceral. Como un impulso de matarlo antes de ceder a la dolorosa tentación de tocarlo como quien toca, suavemente, una fina joya, una delicada filigrana…

El camino de las ideas (2)

Aquí sucede igual que allá.
Y eso que «aquí» es a siete mil kilómetros de «allá».
«Aquí» es en otro hemisferio.
«Aquí» es mucho tiempo después de «allá».
Pero cuando pasa, pasa igual. Igualito.
Cinco años han pasado, y recién me doy cuenta.
Misma dirección y mismo sentido.
Siempre de sur a norte. Y nunca viceversa.
Ni de este a oeste, ni al contrario. Jamas.
Siempre es en un sentido que las ideas florecen.
Emergen, estallan, se derraman, se encienden.
Me invaden, me inundan, me aturden.
Se mezclan, se confunden, se atropellan.
Y de repente allí están, ordenaditas, en fila.
Pidiendo salir, como si no hubiera otra opción.
Y siempre ocurre igual, a mitad de camino.
Siempre en la misma dirección, mismo sentido.
Y al primer giro se diluyen, desaparecen.
Igual, igualito, a como pasaba allá.
Como pasaba al doblar la esquina, volviendo a casa.
Noventa o ciento ochenta grados y todo es olvido.
Silencio mental, amnesia total e indolora.
No es que hayan sido pensamientos importantes.
Ni que fueran tan originales, ni verdades reveladas.
Ideas concatenadas que por un momento cuajaban.
Cuadraban bien. Y se hasta se antojaban bonitas.
Ideas de vida efímera, y profundidad variada.
Que yo trato, a veces, de retener y casi nunca puedo.
Apenas unos hilos, unas sombras, casi nada.

No andaban de parranda…

No estaban muertos. No, tampoco estaban de parranda.
Replegados por ahí, en un rincón de esos oscuros, esperando.
¿Esperando qué? esperando una ocasión que amerite el regreso.

Siempre atentos, siempre listos. Siempre presentes.
No importa si han pasado dos años, dos décadas o mil.
Garras, dientes, lenguas. Nada ha perdido su filo.

Eficientes, eficaces, implacables. Y confiables. Muy confiables.
Susurran, muerden, pinchan, golpean y sacuden. Opinan.
Devoran y vomitan realidades. Y siempre es mejor lo que devuelven.

Mis demonios tan mios, tan chiquitos y grises, tan incorruptibles.
Mueven las poleas siempre en el momento justo y de la mejor manera.
Esas voces pequeñitas, que aturden cuando quieren. Por ejemplo, hoy.

Sin caos no hay poesía

Me bastó ver por la ventana por unos segundos. Ya lo intuía: los pequeños indicios en el entorno me lo venían sugiriendo. En realidad, ya me lo habían anticipado. Pero para entenderlo, para aceptarlo, tuve que asomarme a la ventana y verlo con mis propios ojos. Y a pesar de saberlo, y a pesar de intuirlo, confirmarlo fue un golpe de puño profundo en el alma.

El caos había desaparecido. Las paredes limpias, blancas como recién pintadas, apenas mancilladas por el viejo mapa del lugar, algún retrato clásico y un escudo oficial. El escritorio, brillante y despejado. Ni un papel a la vista, ni un folio, ni una nota escrita a las apuradas en una servilleta. Ni un lápiz fuera de lugar, ni una taza sucia del día anterior fungiendo de pisapapeles. Nada de estanterías y más estanterías repletas de carpetas y cajas con expedientes y proyectos de todo tipo, como las que en otros tiempos lo cubrían todo de piso a techo. Hasta la papelera se veía inmaculada.. Todo extrañamente alineado con todo. Todo prolijo, ordenado, pulcro. Antiséptico, así es como se veía. O al menos como lo veía yo desde el otro lado del cristal.

Lo que en algún momento me había parecido una usina fértil de ideas y proyectos, ahora se veía como la oficina de un teniente coronel, tal vez eficiente y tal vez eficaz, pero sin un ápice de magia ni de encanto. La misma oficina, las mismas puertas, las mismas ventanas. Pero un espíritu tan distinto, que por no saber más, me fui de ahí como queriendo no haber estado…

Y sin embargo… sorprender, no me sorprendió. Todo tan perfectamente lógico y obvio, tan acorde a lo esperado, que de haber tenido voz y voto para protestar posiblemente no lo hubiera hecho. Las políticas, las burocracias, las formas y los formatos. Sus rituales y consignas, sus danzas sin arte ni gracia. Las reglas explicitas y normas implícitas, todo, todo, tenía más que ver con las paredes desnudas y blanqueadas del nuevo cuartel general que con el recuerdo bohemio que yo guardaba del lugar en otros tiempos.

Yo no sé, pero intuyo, que al igual que antes, hoy las cosas fluyen, o no fluyen,  a su propio ritmo. Que lo que cambia es principalmente el estilo, y por debajo de eso, la esencia es la misma de siempre, inalterable e invisible por los siglos de los siglos.

Por eso, y tal vez por otras cosas, aunque hoy esa ventana para mi sea un recuerdo a miles de kilómetros de casa, si me preguntan, yo aun preferiría el modelo de cuando la oficina militar era el cobertizo del gran jardinero, del que hablaba con las rosas, del que imaginaba a lo grande, el de los sueños fuera de presupuesto. Porque sin una cuota de caos no hay poesía, y en el devenir cotidiano, por más reglamentaciones oficiales que haya que cumplir, la poesía es la que hace la diferencia. Y siempre para bien.

 

Por una cosita de nada

Una cosa chiquita. Una cosita. Algo mínimo.
Una miguita de algo. O una gotita de algo.
O ni siquiera eso. El vestigio de una cosita.

Una insignificancia, en el lugar equivocado.
En el preciso y específico lugar equivocado.
Y todos mis demonios emergerán como demonios.

Con la violencia de un espasmo, desde mis entrañas.
Con la fuerza ascendente con la que estalla un volcán.
Fuera de toda proporción, reacción desmedida y letal.

Por una cosita de nada, o el recuerdo de alguna cosita,
De un algo que se haya quedado molestando en mi garganta.
Reaccionarán mis tripas, como una horda enloquecida y feroz.

Un viaje cortito…

Hay grandes viajes y pequeños viajes. Viajes a medio mundo de distancia y viajes al otro lado de la ciudad. Pero también hay viajes a la luna, que son viajes más grandes que los grandes viajes. Y hay viajes que son tan ínfimos que apenas son viajecitos.

Dormir del otro lado de la cama, de vez en cuando, es como salir de viaje por una noche, un viaje cortito, un viaje cerquita, sí, pero un viaje al fin de cuentas. Y es que el movernos unos setenta u ochenta centímetros de nuestro lugar habitual en la cama, cambia la experiencia por completo. La diferencia es enorme. Enorme de verdad.

Veamos algunos ejemplos:

– Del otro lado del colchón la forma es distinta, la topografía es otra: las sutiles lomas y valles que día a día (noche a noche) va esculpiendo un cuerpo en el colchón, son muy personales. Como una huella dactilar. La cama es la misma, el colchón es el mismo, pero del otro lado de la cama no se siente igual y el cuerpo se da perfecta cuenta. Tanto así, que bien podría sentirse estar durmiendo en la cama de algún lejano y exótico hotel, de algún también lejano y exótico lugar.

– El camino de la cama al baño, a media noche y a oscuras, es completamente diferente. Ese camino que uno podía hacer a ciegas con toda seguridad, de repente tiene un giro más o un giro menos, seis pasos más o seis menos, y eso lo convierte en una aventura completamente nueva y hasta peligrosa si se piensa, por ejemplo, en los deditos de los pies.

– Como en todos los viajes, los paisajes cambian: la vista del mundo, del universo, que se ve desde la ventana cambia por completo al cambiar el punto de vista, incluso cuando el desplazamiento sea de menos de un metro. Y si de repente una luz del exterior que antes no te alcanzaba, ahora te da de lleno en la cara, ni te cuento…

– Y por último, pero no menos importante: la persona que duerme a nuestro lado será, muy posiblemente, la misma persona que dormido a nuestro lado los últimos tiempos,  pero el lado será el otro lado. Será la misma persona, pero será otro su perfil. El encaje que se forjó con los años posiblemente no encaje tan bien ni tan naturalmente y habrá que buscar un nuevo acomodo. Será la misma persona, pero será un también un poquito diferente. Una misteriosa misma persona. Un extraño bien conocido durmiendo a nuestra izquierda (o a nuestra derecha, dependiendo el caso), donde antes no había más que vacío, el abismo al borde de la cama.

Y nomas cito estos ejemplos a modo de ejemplo, como para animarlos a tan maravilloso y diminuto viaje, a tan microscópica aventura…

(PD: Ocupar el centro de la cama, y tenerla en exclusivo, disponiendo en absoluto de las dos grandes diagonales, es toda una experiencia también, una deliciosa experiencia.)

De suertes y cosas por el estilo.

Si al salir de casa, o de donde sea, me doy cuenta que me olvidé de algo, vuelvo. Es decir, a veces vuelvo, a veces no. Vuelvo si no estoy muy lejos, si tengo tiempo, si lo necesito, si tengo ganas. Depende de las circunstancias, que siempre son varias y variadas.

Si se me vuelca la sal, generalmente limpio de inmediato. Y si es mucho lo que se vuelca, recupero lo que puedo. En general, sí lo hago, pero no siempre: a veces me hago la tonta y la desparramo un poco más para que no se note.

Si en la calle me cruzo con un gato negro, casi siempre me admiro de su belleza, porque casi siempre son bellos los gatos esos. No todos, obviamente, pero casi todos. Como pasa con los gatos en general. Y demás animales también.

Si se me vuelca el vino lo lamento, siempre y cuando haya sido un buen vino. Aunque si se vuelca sobre mi ropa lo lamento más profundamente, porque nunca es fácil quitar las manchas de vino tinto, no importa que tan bueno o tan malo haya sido originalmente.

Si me levanto con el pié izquierdo, casi nunca me entero. A la hora de levantarme tengo aún demasiado sueño como para fijarme en esas cosas. Pero casi seguro que lo hago de inmediato es apoyar el otro pié. Cuestiones básicas de estabilidad. Cosas que se aprenden en la vida.

Si se me rompe un espejo, lo primero que hago es juntar los pedazos rotos de cristal y envolverlos con cuidado en abundante papel para que nadie se lastime. Lo segundo es barrer a conciencia toda la estancia. Lo tercero, comprar un espejo nuevo. O apuntarlo en mi agenda, al menos.

Si mi camino pasa bajo una escalera, me fijo si hay alguien trabajando en ella. Si es así, hago un rodeo para no molestarlo, y evitarme, por ejemplo, salpicaduras de pintura, si es que la persona esta pintando. Si esta vacía y sola, la escalera, y se ve estable, sigo mi camino y la atravieso cual si fuera un arco del triunfo urbano, modesto y cotidiano.

Si en la vida me cruzo con un supersticioso, lo tolero un rato. Lo tolero, pero no debería. Nada bueno puede salir de eso (lo sé a ciencia cierta).

El rito.

La mujer está arrodillada a los pies de un maguey en el parque junto a casa. Es domingo y pasan pocas personas por aquí. Nadie la molesta. Trae cruzado al pecho un morral abultado. De él va sacando las cosas más extrañas: un cuchillo, unas tijeras, un ramito de flores rojas, un racimo de frutos pequeños que no reconozco y una par de cosas más. La mujer esta nerviosa y fuma chupando con fuerza. Revisa las hojas de maguey y finalmente escoge una…

Yo la veo, de a ratitos, desde mi ventana. Yo la veo, pero ella no me ve. Yo cuido que no me vea. Ella está en al parque, a la vista de quien pase, pero yo siento culpa de mirar, de observar, de entrometerme con la mirada. Pero no puedo evitarlo. Y por esa vergüenza de voyeur principiante es que me pierdo gran parte del proceso, del ritual.

Cuando vuelvo a mirar, ya la hoja de maguey esta cortada longitudinalmente, hasta la mitad, y se abre bífida, como una lengua de serpiente. Chorrea la savia y ella va exprimiendo la hoja, untándose las manos y la cara con el preciado jugo. Pero no deja de fumar, ni un instante. Algo dice, sus labios se mueven , pero para mi, al otro lado del vidrio doble de mi ventana, la escena es una escena muda, aunque no nos separen ni tres metros de distancia.

Cuando vuelvo a ver, humean los restos de una fotografía, la hoja de maguey se ha transformado en un montón de fibras blancas, ya sin pulpa ni savia, de las que se ha atado el ramillete de flores y frutas rojas. La mujer camina en los alrededores, cigarrillo en mano, más nerviosa que antes, si es que eso fuera posible.

Luego de casi una hora, el ritual termina cuando la mujer vuelve al maguey, corta las fibras de las que colgaban las flores, lo envuelve en un pañuelo, guarda todo en su morral y se va de la plaza, como si nada, hacia la parada de autobús al otro lado de la avenida.

Yo quedo así, como triste por el maguey lastimado. No, no era de los más grandes y más viejos del parque, aunque debe tener, sin duda, su decena de años. Es verdad que sus hojas están todas escritas y autografiadas, quien sabe desde cuando, con esas cicatrices que no se van de plantas como estas. Pero en nombre de quién sabe quién, y a cambio de quién sabe qué, esta vez lo han lastimado mucho. Y a mi me da más lástima el maguey que la señora, sea cual haya sido su pedido…

Custodios.

Desde la ventana veo el parque. Lo veo bien, no hay una calle de por medio, sino apenas un caminito de concreto, peatonal y ni siquiera tan usado. Por eso la vida del parque es parte de nuestros días. No tenemos cortinas, no podemos evitarlo. Por eso puedo decir exactamente cuando llegaron los pozos: hace tres semanas y dos días.

Llegaron las cuadrillas y se pusieron a cavar. Unos doce pozos en todo el parque, muy prolijos, como de sesenta por setenta, y tal vez ochenta de profundidad. Obviamente, no todos aparecieron el mismo día. Una semana les llevó, al menos, terminar las tareas de cavar y rodear cada pozo con las cintas rojas y blancas de seguridad.

Ya viendo la distribución de los pozos, y conociendo la realidad de este parque olvidado de todos, no fue tan difícil adivinar que eran pozos para colocar columnas de luz, cosa que a todo mundo – o casi – haría muy feliz. Hasta aquí, pura algarabía y entusiasmo por las buenas nuevas.

Pero la cosa es que cada día, luego de ya estar bien cavados los pozos, llegaban las cuadrillas a… custodiarlos. Por cuatro o cinco horas, ahí parados, junto a un pozo o el otro, esperando quién sabe qué. Sacando del pozo, por hacer algo de rato en rato, la tierra que la lluvia de cada día volvió meter; arreglando las cintas plásticas que la intemperie ha deteriorado o algún pillo rompió al pasar; fumando un cigarrillo o filosofando sobre la vida. O dándole compulsivamente al celular, jugando, chateando o navegando por el mundo tan poco extraño de facebook. Pero principalmente custodiando los pozos, cuidándolos, como si algún tesoro secreto hubiera escondido allí, o como si existiera la remota posibilidad de que se escaparan de su lugar…

Así, día tras día, desde hace más de dos semanas. Esperan, supongo, que lleguen los postes que no llegan. Mientras tanto, dos rectángulos más han aparecido marcados con cal, señal de que nuevos pozos llegarán en breve. Tal vez sea porque van a poner más luces. O porque ya no saben que hacer los custodios con tanto tiempo de no hacer nada con la pala en mano. Como sea, al parque le viene bien que le remuevan un poco la tierra, tan apisonada por años….

Hilachas

A veces pasa. Llega un momento distinto a todos los demás momentos y de repente, así, como sin querer, todas las viejas sábanas que cubrían a los viejos fantasmas, caen como viejos trapos deshilachados.

Y resulta que bajo esos trapos no queda nada. Nada de nada. Nada que asuste, ni nada que conmueva. Nadie sabe, ante tal acto de magia repentina, si reír o llorar. Casi todos optan por una sonrisa leve, de esas sonrisas satisfechas, como de quien dice ¿Qué se le va a hacer?¡A otra cosa, mariposa!

(Ya vendrán otros fantasmas, nuevos, distintos, más puros, y posiblemente más significativos. Porque fantasmas siempre hay. El secreto está en espantarlos pronto, que no se queden, que no se instalen, que no se acostumbren a nosotros. Ni nosotros a ellos.)

El sutil arte de vivir sin tantas certezas

Cultivar este sutil arte de vivir sin tantas certezas.
Ansiar con mesura; desear con el alma, pero con calma.
Disfrutar ese coctel imaginario de dulzuras y asperezas.
Y cruzar los dedos sin cruzarlos (porque nunca se sabe).

Invocar las estadísticas como quien repite un mantra.
Esa letanía infinita que transforma los fantasmas en porcentajes.
Confiar y temer en su justa medida, sin saber cual es la justa medida.
Confiando mucho y temiendo poco, porque así es como lo prefiero.

Pero por si acaso, siempre previendo lo posible y lo probable.
Balanceando y sopesando, achicando el margen de las sorpresas.
El futuro es inevitablemente incierto, por definición y conveniencia.
Pero casi todos los futuros son opciones más o menos imaginables.

Aferrándome a ese método fatídico de la duda metódica.
Siempre bienintencionada, siempre razonable, siempre justa.
Dudando con optimismo, pero dudando siempre un poquito.
Y viviendo feliz por ello, y a pesar de ello, y a pesar de todo.

Sobre la magia.

Yo no sé si creo en la magia. Tal vez sí, tal vez no. Tal vez solo a veces. Y cuando hablo de magia, no sé si es de magia o de algo que se le parece. Es más, no sé que es la magia exactamente, pero como cualquiera, lo intuyo. Como cualquiera, imagino, busco y armo de a pedazos mi propia definición.

Y a veces creo, y a veces no. La mayoría de las veces no, pero a veces sí (porque a veces se elige y a veces no). Pero incluso cuando sucede que sí, incluso entonces, también tengo mis parámetros, como cualquiera, como todos. Qué sí es y qué no es. Cuando sí y cuando no. Hasta donde sí y hasta donde no. Donde nace y donde muere, donde vive y de que está hecha. Y así formo mis opiniones.

La magia, creo yo, no está en la galera. Ni en el abracadabra. Ni en la varita a la que llaman mágica. Ni en la pócima ni en el brebaje que hierve en el caldero. Para mí que es algo que está mucho más adentro, por decirlo de alguna manera. No en el conejo, no en el mazo de cartas. Ahí, tal vez, esté el truco, pero no la magia.

Tampoco la magia del momento está en el momento. No en el eclipse, ni en la luna llena. La magia está en otro lado, y ese otro lado no son las estrellas ni las tripas ensangrentas de una oveja. No está en las palabras, ni en las piedras, ni en un agua en particular, como si no fueran todas las aguas la misma agua. No está en los rituales ni en los lugares sagrados. Obviamente, la magia no está en el corazón del sacrificado, ni en la estampita, ni en la estatua. La magia, casi que podría asegurarlo, no está en los dedos cruzados, ni en el gato negro ni en los espejos (ni en los rotos, ni en los sanos).

Pero la magia, tal vez, esté en los magos, en las brujas, en los adivinos, los nigromantes y las hechiceras.  O simplemente en el gente. A mi me gusta creer en la gente. Yo prefiero creer en la gente.

Tal vez hoy

Tal vez hoy sea cuando.
No el único «cuando», porque los «cuando» siempre son muchos.
Tal vez hoy sea el «cuando».  O un «cuando» al menos.
Aunque no sea el primero, ni último, ni el más importante.

Tal vez hoy sea uno de esos días.
De esos días que no pasan sin pena ni gloria, aunque sean mínimas.
De esos hitos chiquitos, esas marcas de tiza en el camino.
Un día de esos, con fecha escrita con tinta indeleble en nuestra historia.

Tal vez hoy lo sea, tal vez no.
Esas cosas se saben después de un tiempo, mirando en retrospectiva.
Hoy, yo creo que sí lo será, pero es solo una creencia, un anhelo.
Prefiero creer que sí, y prefiero que las incógnitas sean meros detalles.

En simultaneo

El truco, tal vez, sea la simultaneidad.

Ser al mismo tiempo lo uno y lo otro, en un mismo instante.
No un rato cada cosa, no cambiar según las circunstancias,
sino serlo todo a la vez, incluso las circunstancias.

Ser el árbol firme que resiste frente a todas las tormentas;
y ser la hoja que se deja llevar, dócilmente, por el viento.
Y ser también el viento, el devenir de las cosas, el tiempo que pasa.

Ser la tierra donde se hunden las raíces de todo y ser las raíces,
Las que nacen, las que crecen, las que mueren y desaparecen.
Y el agua que las nutre y las moja, el agua que es todo y a veces falta.

Y ser nomas yo, mi memoria y la conciencia de mi misma;
mi unicidad, mis límites, mis nervios trenzados y hechos nudos;
mis pedazos de humanidad de carne y hueso. Y solo eso.

Al mismo tiempo, todo. Incluso aquello de ser y no ser. En simultaneo.

CaCO₃

El carbonato de calcio es un compuesto químico.
Un poco de calcio, tanto de carbono y unos oxígenos.
Organizados en estricta formación y proporción.
Pertenece, dicen, a la categoría de las oxosales.

Es una sustancia muy abundante en la naturaleza.
Casi todas las piedras lo tienen en alguna medida.
Es el principal componente de caparazones y esqueletos.
Las cáscaras de huevo son puro carbonato de calcio.

Es la causa principal del agua dura.

Es fundamental en la producción de vidrio y cemento.

Y también es fundamental para mi felicidad.

Todos los cielos, el cielo.

amanecer de agosto de 2009 – Paraná, ER, Arg

Que el sol brilla para todos, dicen que dicen los que saben. Puede ser que sea verdad, pero no es del todo cierto. No brilla para todos igual, ni para todos al mismo tiempo.

Que todos los cielos son el mismo cielo, de eso hoy no hay duda. La ciencia lo sabe, la ciencia lo explica y la mente lo entiende. Y sin embargo ¡parecen tantos! Y todos se ven tan diferentes…

En cada lugar del mundo, en cada instante, en cada mirada. Los cielos que nos cubren y nos envuelven son siempre otros cielos.

El de la ciudad, el del pueblo y el del campo son cielos distintos. El cielo del mediodía y el de la primera mañana no son los mismos. El de una tormenta y otra tormenta no se parecen, nunca, en nada.

El cielo de quien ama al sol y el de quien lo aborrece, no se parecen. Son cielos muy distintos, aunque los que miren compartan la cama. El color del cielo lo pinta, en definitiva, el humor con el cual se levantó cada quién, no importa que dictaminen las estrictas leyes de la física.

El cielo de la noche profunda no es igual con luna que sin ella. Ni es lo mismo luna llena que menguante, aunque sea la misma luna. Cualquiera sabe que no son iguales las noches si no se ven las mismas estrellas.

Los cielos que recordamos son siempre mejores que los cielos que fueron. Los cielos que se ansían son casi siempre más brillantes y nítidos que los cielos que tenemos. No es el mismo cielo el que nos aplasta que el que nos eleva, el que está al alcance de la mano o el que se escapa al infinito.

El cielo es uno solo, pero los fragmentos de cielos son miles y no se repiten. Conmueve tanto el azul profundo como el gris plomizo si el alma está dispuesta. Maravilla tanto el ocaso que incendia los cielos, como la timidez de un sol tras la niebla.

Y angustian siempre los cielos opacados de humo, incluso cuando a fuerza de costumbre nos obligamos a no verlos. Angustian los cielos negados, los cielos que se renuncian, los cielos indiferenciados. Angustian los cielos que son ignorados como un mal telón de fondo, sean del color que sean…

Instrucciones para ir a hacer los trámites y volver a casa.

Salir de casa (mi casa, la de aquí) y caminar unos seiscientos metros hacia la derecha, en caso que se esté mirando hacia la calle, siguiendo la avenida. O hacia el este, que es una referencia más universal. Por ahí está la entrada a la estación de metro. Esa que parece, como todas, una boca abierta desde las entrañas de la Tierra. Un boca o un culo, depende de la perspectiva y el humor de cada quien. Lo siguiente, obviamente, es bajar la escalera de ingreso – egreso, que en este caso es de ingreso. Luego de pagar, bajar la siguiente escalera, del lado que indica la dirección hacia el norte. Claro que bajo tierra, nada delata como se acomodan los puntos cardinales. Por eso, mejor fijarse antes en el plano esquemático de la red de metro que hay junto a las escaleras. De hecho, es sabido, cuando llegue el tren irá primero un poco hacia el oeste, y luego girará mas o menos hacia el norte. En la octava estación contando desde donde se abordó, es donde hay que bajar. Ahí, justamente, se cruza con otra linea. Hay que prestar mucha atención, leer todos los carteles, todas las indicaciones. Porque además de muchos caminos, muchos pasillos y escaleras, hay también mucha gente. Siempre. A continuación se debe tomar un tren, de la otra linea, que nos lleve tres estaciones hacia el este. Ahí la cosa se pone más difícil aun, pues es la intersección de tres lineas. Llegado a este punto hay que escoger  un tren que vaya nuevamente hacia el norte, hacia el norte-norte, no hacia el norte-este, otras tres estaciones. Y ahora sí, es hora de emerger. Volver a la superficie, al aire fresco aunque no sea puro, de la superficie. Porque no importa que temperatura haga en la ciudad, en el metro siempre hará calor, y casi siempre será bastante sofocante.

Saliendo del metro, hay que enfilar hacia el oeste (si hay sol y es, por ejemplo, de mañana, hay que ir hacia donde se alargan las sombras) y caminar por la avenida unas catorce cuadras. Como la avenida es una hermosa avenida con una ancha plazoleta muy arbolada al centro, es muy probable que sea una agradable caminata. A mitad de camino se reconocerá una plaza medio redonda, que algunos llamaran rotonda, y otros glorieta. Eso indica que se va por el buen camino. Esas catorce cuadras son más bien cortas, no debe nadie asustarse de caminarlas. Al cabo de ese recorrido, se encontrará con otra avenida que la cruza, y ahí hay que doblar a la derecha, o sea, otra vez al norte, dos cuadras más, que esta vez sí son cuadras largas, pero son solo dos. Llegará a otra avenida, otra vez doblará, pero esta vez hacia la izquierda, o sea, hacia el oeste, pero solo una cuadra y media, ahí mismo, a la izquierda, esta el edificio donde debe realizar los famosos trámites. Se reconocerá por su porte institucional, por la cantidad de gente hablando en distintos idiomas en la explanada de ingreso, y por un cartel grandote que indica el nombre y la función del lugar. Puede ser que los trámites lleven diez minutos o cuatro horas. Lo más probable es que tome cuatro horas el primer día, y se deba regresar al día siguiente. Ese día siguiente puede llevarle dos horas o diez minutos. Sea cual sea el caso y el resultado de la jornada, el camino de regreso es el mismo que para llegar, pero a la inversa. Claro que siempre se puede variar un poco. Opciones hay. Siempre hay. Incluso tomarse un taxi es una opción.

Las vecinas

(Antes que nada, quiero dejar en claro que el texto a continuación es pura ficción, de verdad lo digo, es pura mentira. Cualquier similitud con personajes y situaciones de la vida real es pura casualidad, se los juro. No vayan ustedes a creer ni una palabra, por favor. Por favorcito, de corazón se los pido…)

No voy a nombrarlas. Porque no corresponde. Pero además, porque no me sé sus nombres. Los escuché un par de veces, pero no los retuve. Y como sea, no voy a nombrarlas, no vaya a ser que, por esas cosas de la vida, un día lean esto. No voy a nombrarlas, no vaya a ser que se den por aludidas, y mi integridad corra peligro. Mis vecinas, las brujas malas, son gente de temer.

Sé perfectamente que en general las brujas son buenas, a pesar de lo que digan los cuentos de antes. Pero no es este el caso. Aunque lo aparenten, las estas doñas no tienen nada de buenitas. Yo lo sé, porque a veces vamos a las reuniones de vecinos que se hacen, prácticamente, en la puerta de nuestra casa. En el parque del barrio en realidad, pero es casi la puerta de nuestra casa. Desde la ventana del comedor vemos que se va formando el aquelarre, y allá vamos. Con una dotación enorme de antiácidos en los bolsillos, vamos para que después no digan que nadie va, que a nadie le importa.

Estas vecinas no quieren a nadie. Ni entre ellas se quieren. Arman y desarman entre ellas frentes de acusación mutua, que ni con seis años de estudios intensivos de política internacional podría alguien entender. Tampoco soportan nada: como por arte de magia sacan sus propuestas de enrejar por aquí y por allá, indiscriminadamente, ya sea un pedazo de parque, un sector del paseo, o las mismísimas calles. Es su hechizo predilecto, su solución para todo. Eso, y poner cámaras de vigilancia en cada poste, en cada casa, y si fuera posible, en cada árbol.

Como en los cuentos, estas señoras brujas odian a los niños y especialmente odian el ruido que hacen los niños. No estoy inventando, ellas lo dicen abiertamente. Sienten repulsión por los adolescentes, para qué engañarnos, y más aún si se los ve felices retozando en el parque. A los jóvenes los odian por jóvenes, supongo. Y a los demás, a los que no son de su exclusivo club de mujeres «bien», los odian nomas por existir. Ni vendedores, ni pasantes, ni estudiantes. Ni profesores, ni mendigos. A nadie quieren cerca. Que nadie se atreva a poner pies en su reino, porque ellas, y solo ellas, tienen el poder de invocar a los poderes terrenales, pero también a los otros.

Incapaces de ponerse en los zapatos de nadie, alzan las banderas de quién sabe qué decencia ofendida, y escandalizadas se elevan sobre el resto de los mortales como las mártires del barrio; sus salvadoras, sus profetas y su única esperanza. Dueñas de todas las verdades, quien las contradiga se hará inmediatamente merecedor de todo tipo de maldiciones y tendrá que vivir temeroso de su ira de por vida.

Su séquito, sus acólitos, van aprendiendo rápido. De un año a esta parte se ven sus progresos y dan miedo. Sus rictus fruncidos de perpetua indignación van dejando huellas profundas en sus rostros. A diferencia de sus maestras, aún no saben simular simpatía proselitista y sus sonrisas forzadas intimidan y espantan.

Entre sus principales poderes, se encuentra el de transformar conceptos como el de «Espacio Público» en algo tétrico y peligroso; el de invocar los Derechos Humanos para reprimir a quien ose pisar el pasto y el de decidir, a su entera voluntad, cuando las leyes sirven y cuando no.

De verdad dan miedo nuestras vecinas; incluso sin sus poderes brujeriles lo darían. También dan vergüenza ajena y gastritis.Y aunque hay que reconocer que les sobra voluntad y cierta tipo de vocación comunal, esa voluntad y esa vocación son bastante retorcidas. Saben perfectamente, creo yo, del dilema en que nos sumergen al invitarnos a participar: si no participamos, lo dejamos todo en sus crueles manos; y si nos sumamos a su club, nos volvemos cómplices de sus acciones. Lo saben, y me atrevería a decir que lo disfrutan.

Maldito dilema bien pensado, pero así funciona la cosa. Y es una lastima que no haya nadie más por aquí, ni siquiera nosotros, que esté dispuesto a jugar el rol que ellas ostentan. Porque te da, sin duda, una cuota de poder, una cuotita, pero también algo demandante, agotador y exigente. Y te vuelven blanco de todo tipo de antipatías. Ya lo ven.

Tiranetas

Cuando se vive en un país que no es el país natal, ni el que nos vio crecer, la posibilidad de aprender nuevas palabras cada día es tan alta, que es más una certeza que una mera posibilidad. Incluso si en ambos países se habla el mismo idioma. Porque el idioma que se supone que es el mismo, no es tan el mismo. Porque la gente que escuchamos y con la que hablamos ya no es la misma. Porque lo que leemos ya no es lo mismo. Y por la historia, y por las mezclas, y por las influencias. Y quién sabe por qué otra enorme cantidad de cosas más.

O porque así es la vida. Algo que pasa, algo que fluye, algo que cambia, aunque a veces cambie poquito y muy lentamente. Y a veces ese cambió chiquitito y casi imperceptible no nos deja mas enseñanza que una palabra nueva. A mi me gustan esos días porque me gustan las palabras. Me gusta jugar con las palabras nuevas,  inventar palabras, descubrir palabras. Mezclarlas, inventarles insólitas derivaciones y etimologías. Y me gusta, sobre todo, compartirlas con quien comparto mis días, porque en estas cosas compartimos las manías. Juntos jugamos a hacer malabares de palabras y crucigramas en el aire. Nos desafiamos, nos provocamos, nos retrucamos y siempre, siempre, terminamos riendo y a los besos. Nos divertimos con poco, pero nos divertimos mucho.

Hoy, mientras esperábamos nuestro pedido en un cafecito del barrio, nos llamó la atención la conversación de la mesa que estaba justo detrás de mí. Dos hombres hablaban de filosofía. Hablaban y hablaban. De Aristóteles, de Hume, de Kant. De los antecedentes de la democracia directa, de la falta de referentes suficientes, de la nueva sede de estudios filológicos, de los planes de estudios de hace veinte años, del Chopín y de Strauss, de lo que debería ser, de lo que mejor ni hablemos. Hablaban y hablaban. De todo, mucho y más fuerte de lo que en las apretadas mesas del café sería de buena educación.

Y sí, nosotros conversábamos de nuestras cosas también, aunque su erudita diarrea mental se metiera a cada instante en la nuestra, para mezclarse un poco, aunque ellos no lo supieran. Confieso que estaba divertida la cosa. El gurú y el aprendiz, arreglando el mundo y ajenos al mundo. Esgrimiendo citas contra citas, de casi todos los famosos de los últimos 3000 años.

Y de repente, llegó la palabra nueva del día. Así de repente y sin aviso, que es la mejor forma que tienen de llegar. Mi cómplice en el juego la dejó caer por lo bajo: tiranetas. Y claro, apenas la oí, y antes de preguntar nada, intenté rápidamente adivinar, porque es parte ineludible del juego. Mi primera opción fue bastante ridícula, por no decir absolutamente absurda. Era algo así como: «tiranetas, dícese de pequeñas tiranas, de poca monta, y casi nulo poder».

Y ahí si, pedí repetición. Viendo el conocido gesto en mi cara de no entender nada, repitió más lentamente: tira-netas. Dicho así lo entiende cualquiera. «Tiranetas», aquí en México, es el que en Argentina «tiene la posta», el que «te canta la justa». El siempre famoso «que se las sabe todas», y que además no puede vivir sin hacérselo saber a todo el mundo.

Terminamos nuestro postre y nos dimos cuenta que habíamos perdido hace rato el hilo de la conversación ajena. Pagamos lo nuestro y nos fuimos a casa, aún entre risas y besos.

Crimen en la línea 3

No ha sucedido, pero puede pasar en cualquier momento. Es más, estoy segura que así será, tarde o temprano. Y mucho me temo que sea más temprano que tarde.

Puedo imaginar perfectamente el escenario: tercer vagón de la formación del metro, exclusivo para mujeres, en la primera hora pico del día. El ambiente es tenso, más tenso, creo yo, que en cualquier otro vagón del metro. La atmósfera es densa, cargada y recargada con el olor de los desayunos de último momento, de los perfumes y los cosméticos. La luz mortecina que ilumina el vagón es más gris que blanca, y su parpadeo sutil se suma al traquetear del vagón para darle a todas un look fantasmal.

Las que van sentadas, las menos, evitan cualquier contacto visual con el resto del universo. Tal cual dicen: ojos que no ven, obligación moral que no se siente. Por lo menos no la de dar el asiento a quien más lo necesite, que es casi la única obligación moral reclamable en estos casos. Las que van de pie han perdido toda consideración respecto al contacto físico. Los codos buscan las costillas ajenas como si de gallos de riña con espolones se tratara; los tacones se afirman con saña sobre lo que sea que haya por debajo. Todo por un poco más de lugar que, a esa hora, en ese instante, no existe.

Y sin embargo, todas las cartucheras de maquillaje están fuera, ya sean medianas, grandes o enormes, abiertas de par en par, dejando a la vista el completísimo arsenal. Cientos de espejitos (de esos que sirven para mirarse, pero también para mirar disimuladamente a los demás), reflejan y agigantan ojos y labios, arrugas y lunares, pelos y poros, granos y cicatrices. Y reflejan y agigantan también, tal vez de forma menos de evidente, una variedad de neurosis de lo más extensa.

La danza pareciera casi coordinada en ese amasijo de gente que se ignora a la fuerza. Con una mano, prendidas quién sabe de donde, y maquillándose con la otra, como si fuera lo más habitual del mundo, van construyendo su mascara capa por capa. Como si fuera lo más habitual del mundo, porque en sus vidas lo es. No importa cuanto se mueva el tren, la línea del ojo será perfecta. Son toneladas de bases y correctores, rubores, sombras, pinturas, delineadores y máscaras. Polvos de todo tipo, polvos de todos los colores. Pinceles y brochas, pinzas y rizadores de pestañas. Y también las infaltables cucharitas.

Y justamente una de esas cucharitas, creo yo, ha de ser el instrumento del crimen que tanto presiento. Una cucharita de metal, afilada de tanto rizar pestañas cada día, una inocente cucharita de café, alejada hace tiempo del destino para el cual fue diseñada.

Un día cualquiera, un día de estos, la cucharita acabará su vida de sometimiento cosmético, clavada profundamente entre las costillas de alguien. Clavada en el corazón o en el pulmón. O en la yugular, quién sabe. Y quién sabe a cuenta de qué rencores. Y será noticia, tal vez, por un ratito.

Experiencia ferio-libresca

En las ciudades grandes, casi todo es grande y de casi todo hay mucho. Por ejemplo las ferias. Por ejemplo, las ferias de libros, de esas que son mitad feria, mitad festival, mitad congreso, mitad mercado callejero. Sí, tan grandes que pueden tener hasta cuatro mitades o más.

En una de esas estuve hace poco, de esas que bajo una carpa gigantesca tienen muchísimos puestos de venta de libros y afines, stands que les dicen, prolijamente ordenados por editorial y en orden alfabético. Con sus respectivos promotores que, cual los más experimentados feriantes de pueblo, vocean sus productos y te invitan a pasar, a ver, a olfatear gratuitamente esos tentadores libros, sin compromiso, dicen, sin compromiso, repiten. Igualito que cuando en el mercado te ofrecen catar un trozo de fruta en la punta de un enorme cuchillo, siempre tan amigablemente amenazante.

Huyendo de esos vendedores, y atravesando con especial cuidado el mar de gente que inunda los pasillos, llegué al otro lado de la mega carpa. Por un momento no entendía nada de nada. Afuera llovía y yo había entrado no hacía tanto, cuando aún brillaba el sol.

Una multitud de voces por alta voz se superponen en el nuevo escenario: dos personas relatan cuentos distintos pero con el mismo tono y la misma cadencia; una tercera voz parece ser de una transmisión de radio en vivo, una cuarta contesta con pocas ganas preguntas que el público no le hizo, una quinta invita a la gente a la clase abierta de salsa y una sexta, en el mismo volumen y frecuencia que las demás, anuncia las ofertas gastronómicas, los especiales del día, los solo por hoy.

Bajo toldos demasiado cercanos unos de otros, se organizan los foros.  Es decir, una tarima con tres o cinco silloncitos, frente a unas sesenta sillas muy ortogonalmente acomodadas.

Durante una hora, cada hora, alguien presentará un libro nuevo, y ese alguien no será el escritor del libro. Otro alguien presentará al autor, que por supuesto no será el mismo. Pero al final tendrá tiempo para decir gracias a una audiencia que en el mejor de los casos llenará la mitad de las sillas. Y en el peor de los casos consistirá en unas seis o siete personas, principalmente colegas, amigos y familia. Y un par que probablemente se sentarán en las filas de más atrás a descansar,  protegerse de la lluvia leve pero persistente, y a darle a sus teléfonos en paz si encuentran una red disponible.

Sé lo que digo porque yo fui una de las de ese último grupo, esperando que sea la hora de la presentación que me llevó hasta allí. Aunque en mí defensa he de decir que intenté prestar atención las dos veces que me senté en un foro elegido al azar.  Aguanté como quince minutos en cada uno. Y si bien no recuerdo hoy ni el nombre de los autores, ni de los presentadores ni de las obras, sí recuerdo la enseñanza de que me dejó la experiencia: conocer a los autores antes que a las obras puede ser nocivo para la literatura, sobre todo si te caen mal, porque ahí ya ni ganas de leerlos te quedan, y capaz que hasta son buenos.

Finalmente pasé mis últimos ratos de espera bajo la llovizna, como tantos, en la larga fila de los que ansiaban comprar su combo de mal café con sándwich tipo baguette por unos no tan míseros cincuenta pesitos.  Yo pedí un agua mineral de medio litro y un pan dulce que costaron casi lo mismo y que tampoco fueron la gran cosa.

Ya casi era hora de pasar a ser parte de la audiencia calificada, de los del primer grupo, subgrupo amigos del escritor. Del mero mero, como dicen aquí. Del más importante de los que están en la tarima. Del que, después de tres o cuatro largos discursos en donde los otros cuentan casi con detalle la trama y el desenlace del nuevo libro, sus porqués y sus tal veces, apenas tendrá tiempo para agregar un gracias por venir. Y a desalojar rapidito el lugar, que ya llega el siguiente, y vamos tarde con el cronograma.

El otro payaso.

Con la convicción de que hacer reír es bueno, el payaso se consuela.

El fantasma del buen Garrik lo guía, lo invade, lo acompaña.

Ya no soporta hacerse el tonto, pero es lo que mejor funciona.
Ya no quiere seguir tropezándose a propósito con sus propios pies.
Ya está cansado de pintarse la cara de blanco y de tanta ridiculez.
Ya está harto de caer de cara en el pastel, una y otra y otra vez.

Pero el númerito del payaso listo no funciona aún del todo bien.
Al menor gesto de inteligencia los niños se asustan y  lloran.
Y los adultos fruncen el ceño, fruncen la nariz, y todo lo fruncible.
Porque también los adultos les temen a los payasos inteligentes.

Si no es de la desgracia ajena, parece, ya no saben de que reírse.

(y eso no está bien, nunca lo estuvo, nunca lo estará)

El Jugador.

A todos los niños les gusta jugar. Jugar es simular mil escenarios posibles, mil realidades distintas y vivir un rato en ellas. Es una forma de aprender y de crecer.  Incluso el jugar compitiendo es parte de ese proceso de aprender que a veces se gana, a veces se pierde  y que en general no pasa ni lo uno ni lo otro.

Pero después de un tiempo, tal vez el más importante de todos los aprendizajes sea el de distinguir que un juego es un juego y nada más que eso. Se juega, se disfruta del juego, se termina de jugar y la vida continua. Una vida que también se puede disfrutar.

Aunque no para todas las personas la cosa es igual. Al menos para una persona no fue así. Y yo conocí a esa persona. De chico le gustaba jugar, como a todos. Pero ganar le gustaba mucho más que a cualquiera. Es más: solo jugaba a algo si existía la posibilidad de ganar. Para él ganar era vencer, derrotar. Y siempre le molestó profundamente perder. Mucho. Tanto como para seguir malhumorado por días si lo descubrían en las escondidas o le adivinaban una adivinanza.

Por eso, creo yo, a nadie le gustaba jugar con él. No era nada divertido. Casi que daba miedo. Miedo a que ganara, porque se volvía insoportable en sus festejos. Y más miedo a que perdiera, porque ahí sí que se enojaba, pateaba tableros, azotaba puertas, denunciaba imaginarios complots en su contra, reclamaba revancha como quien reclama venganza. Sus rabietas no eran divertidas, ni siquiera un poquito. Así que algunos optaron por dejarlo ganar siempre, otros se rehusaron a jugar con él bajo cualquier pretexto y otros simplemente evitaron cruzarse en su camino.

Hay que reconocer que era bueno en casi todo. Bueno, pero no tan bueno. No tan bueno como el creía ,al menos. Y por no aceptar la derrota por mérito ajeno o por error propio, se volvió supersticioso: si perdía era por mala suerte, por haberse cruzado con un gato negro, por haber volcado la sal, por haberse levantado con el pie izquierdo. O por rascarse el codo contra la costilla siete segundos antes de levantar las cartas de la mesa.

Como era bueno en casi todo, también era bueno a la hora de disimular. Por eso nadie se dio cuenta de sus rituales cotidianos para espantar  la suerte adversa, ni que los límites entre el juego y la realidad eran cada vez más difusos para él.

La vida se convirtió, para él, en un juego de conspiraciones donde todos jugaban, aún sin saberlo. Se convirtió en un juego de reglas que había que ir adivinando, reglas que había que ir inventando, donde cada vez había más contrincantes y menos aliados. Una vida donde, además, todo es apostable: el dinero, las personas, los sentimientos, los ideales y, también, el alma.

Vano intento de cuento.

A continuación, un ejemplo de porqué escribir una novela, o incluso un cuento, sería una misión casi imposible para mí.

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Había una vez un rey… (creo que corresponde decir “hubo una vez un rey”. Este cuento se complica desde la primera palabra, literalmente). Otra vez.

Había una vez un rey… (aunque esté mal gramaticalmente, queda tan bien así, que así se queda). Otra vez.

Había una vez un rey… (en realidad hubo un rey más de una vez, por supuesto; y más de un rey a la vez, también, varias veces). Sigo.

Había una vez un rey, una vez en particular, un rey en especial, y aunque ésta no sea la historia de ese rey, la afirmación no deja de ser cierta.

Había una vez un rey, y había también un hombre que no era ese rey. Ese otro hombre será el personaje de este cuento, el rey  supongo que ya no vuelve a aparecer.

Debería haber empezado de la siguiente forma:

Había una vez un hombre… Así, con minúsculas porque el hombre era un solo un hombre. Un hombre al que no le pasa nada extraordinario.

Había una vez un hombre al que no le pasó nunca nada atípico, en cuyos mesurados aconteceres cotidianos no reparó nadie lo suficiente como para escribir en media página un día cualquiera de su vida. Un hombre cuyos pensamientos más profundos son completamente inaccesibles, y por lo tanto, inútiles para rellenar con ellos los silencios del presente escrito.

Había una vez un hombre del que no sé nada, y sobre el cual quiero escribir. Voy a tener que inventarlo.

Había una vez un hombre que no existió, pero voy a decir que sí existió, porque lo necesito. Tendré que decir como era, aunque por supuesto, nunca fue.

Voy a tener que inventar cosas que nunca le pasaron, paisajes por donde no anduvo, palabras que no dijo, amores y rencores que no tuvo.

Me va a dar mucha pena por ese hombre. Porque en un momento voy a tener que dejar de escribir, y su vida, inventada sí, es cierto, pero suya al fin y al cabo, va a quedar trunca.

Creo que no lo voy a hacer.

Y veo sin embargo que ese hombre ya existe, aunque no lo haya llamado por su nombre, pues así, al pasar, lo nombré junto a un rey que sí existió, y que sí tuvo su historia, sobre la que escribieron quién sabe cuántos.

Ni siquiera llegué a la segunda frase del cuento y ya no quiero seguir. Es tremendamente más difícil de lo que hubiese imaginado. De lo que hube imaginado. De lo que imaginé.

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                                          (reg, pná, arg,  hace mucho, mucho tiempo)

Recetas

Todos tienen una receta para todo. O varias recetas.
Todos tienen una receta para todo. Para lo que sea.

Recetas para huesos flojos, la piel reseca y  la resaca.
Recetas para fortalecer el carácter y ablandar la caca.
Recetas para invocar a los ángeles y destapar caños.
Recetas para cultivar lombrices azules y evitar daños.
Recetas para freír huevos podridos y mejorar el sexo.
Recetas para ganarle tiempo al tiempo que se va.
Recetas para curarlo todo, pero todo de verdad.
(recetas hasta para burlar la muerte, si hay suerte).

Recetas claras, paso por paso, todo bien enumerado;
con instrucciones concisas, como preceptos sagrados.
Recetas infalibles a prueba de tontos y de descreídos;
no hay forma de equivocarse, no hay lugar a errores.
Recetas basadas en la sabiduría milenaria de la abuela;
o bien fundadas en los últimos avances de las ciencias.

Para todo hay recetas. Para lo que sea.

Para la paz mundial hay recetas, muchas y muy variadas.
Para los fideos con crema y las papas asadas hay recetas.
Para limpiar la vajilla de plata y lavar dinero hay recetas.
Para controlar la parasitosis y curar lo maricón hay recetas.
Para que dios te perdone y la virgen te ayude hay recetas.
Para vivir mejor y para que otros mueran pronto hay recetas.
Para reciclar aceite usado y amarrar al ser amado hay recetas.
Para reactivar la economía y quitar manchas hay recetas.
Para salvarnos todos, o por lo menos algunos, hay recetas.

Todos tienen una receta para todo. O varias recetas.
Todos tienen una receta para todo. Para lo que sea.
Para todos los problemas y los sueños hay recetas.

(Algunas funcionan, algunas no. Algunas dan miedo)

El corrector (de finales)

Me lo encontré en una estación, pero bien podría haber sido en la sala de su casa. Tan a gusto se lo veía, como si la gris y fría banca de cemento donde apoyaba el culo fuera el más mullido y confortable de los sillones. Largando humo hasta por las orejas, más allá de carteles y advertencias, leyes, usos y costumbres modernas. Los ojos un poco vidriosos, un poco rojos, un poco perdidos, pero con su chispa intacta. Y un montón de libros, cuadernos y libretas desparramadas alrededor. Libros viejos, manoseados, ajados. Libros marcados por doquier. Cuadernos escritos, tachados, garabateados. Tan invisible, tan fuera de contexto y tan el centro de todo.

Fue verlo y reconocerlo al instante. Era él y solo él a quien yo buscaba desde hacía tiempo sin saber siquiera que buscaba algo. La persona ideal para la osada tarea que tenia que encomendarle ¿Quién más se iba a animar? ¿Quién más dispondría del tiempo? ¿Y quién, juntando esos dos requisitos, tendría además la capacidad de hacerlo y hacerlo bien?  Creo, no lo sé, pero creo, que me vio y me reconoció también. Me sonrió y me tendió la mano, como pidiendo la lista que yo aún no había plasmado por escrito, pero que me sabía bastante de memoria.

En la parte de atrás de un boleto viejo enumeré seis o siete obras. No hacía falta que pusiera los autores, estaba más que claro. Tampoco hizo falta que me dijera cuando estaría listo el trabajo. Cuando lo estuviera, en esa estación o en cualquier otra, nos volveríamos a encontrar.

Nadie muere en la víspera.

“Nadie muere en la víspera”, decían…

Claro, yo era chica, muy chica, ni siquiera sabía que significaba «víspera»; habré imaginado que era algún día en especial, alguna festividad, un feriado como tantos. Me resultaba extraño que nadie muriera justamente ese día, pero la veracidad de las frases hechas era incuestionable en aquella época.

Supongo que tampoco tendría que haber tenido en claro que era morir. Pero sí. A los 4 años a veces las cosas se ven mas simples. Morir era morir. No había dudas sobre eso. La gente se moría. Y lo que venía después la muerte era la vida de los que quedaban con vida. Las versiones adultas sobre cielos e infiernos, reencarnaciones y renacimientos eran contradictorias e incomprobables. Y por eso mismo, y por tan ajena, y por tan lejana, la muerte realmente no me preocupaba.

“Nadie muere en la víspera”…

Cuando un tiempo después me angustiaban los millones de muertes violentas, las masacres, las tragedias, los accidentes, el hambre, la pobreza y las guerras, la muerte fue cosa seria.. Entonces la misma frase me resultó tan hipócrita, tan conformista, tan despreciable. Yo habré tenido diez, doce años. Tal vez un poco más. El mundo era terriblemente injusto. Y dios, si existía, también.

“Nadie muere en la víspera”…

Empecé a repetirme la frase una y otra vez a modo de disculpa, o de excusa, cuando ante la muerte ajena me quedaba inmóvil y silenciosa. O cuando simplemente prefería ignorarla. El mundo era como era y si existía Dios, no me importaba.

“Nadie muere en la víspera”…

Cuando la muerte fue llegando a mis abuelos, y cada día podía ser el ultimo de sus días, la frase no era más que una sentencia burlona y despiadada. Y quise creer en un dios que me garantizará otro mundo donde encontrarme con mis muertos.

“Nadie muere en la víspera”…

Sin ser vieja ahora sé que la víspera puede ser en cualquier momento. Y resurgen los miedos, y resurgen las dudas, y veo la muerte en cada esquina , y la frase resuena en mis oídos definitivamente ridícula.

“Nadie muere en la víspera”…

En mil voces suena de mil formas diferentes. En quien lucha, resulta una consigna llena de esperanzas, de fe en que nada ocurrirá antes de tiempo. Y quien teme la entona como un conjuro para espantar la muerte.

“Nadie muere en la víspera”…

Consuelo, excusa, promesa, advertencia.

“Nadie muere en la víspera”…

Una frase hecha, como tantas, caballito de batalla de quienes creen en el destino, para los que se convencen, de algún modo, de que todo está escrito. No es mi caso. Ojalá lo fuera.

Nadie muere en la víspera de su propia muerte. Taxativamente cierto.Tan gramaticalmente correcto que es casi absurdo enunciarlo.  Como si fuera posible otra cosa, como si fuera posible morir tantas veces.  Como si no supiéramos acaso que los días se suceden unos a otros inevitablemente.

Como si en el último minuto importase comprender que la víspera de nuestra muerte fue justamente ayer y que paso de largo inevitablemente.  El final, nuestro final, debería ser tan simple y tan claro, como cuando teníamos cuatro años. Y comprender, y aceptar que morir es morir, y lo que vendrá, ya es parte la vida de los demás.

                                               RegD, Pná, Arg, 2005

No. Nunca. Jamás.

Ni a propósito, ni por error.
De ninguna forma ni por ningún motivo.
Ni siquiera por puta casualidad.
Ni por lástima, ni por compasión siquiera.
Se apelen los medios a los que se apelen.
Ni por favor, si se los pidiera.
Ni por las causas primeras,
Ni por las razones últimas.
Ni para cumplir formalidades.
Ni para simular simpatías.
Ni si por las dudas ni si por tal vez.
Ni por curiosidad, por leve que sea.
Ni, definitivamente, por genuino interés.

Ahora lo ves, y ahora ya no lo ves.

Así es. Ahora lo ves. Y ahora ya no lo ves.
En un parpadeo fugaz, en un tronar de dedos.
Sin siquiera un abracadabra, sin contar hasta tres.
Así es la magia sin trucos de los eternos escapistas.

Jugando a ser viento, a ser humo, a ser nada.
Se calzan su ajado traje de fantasma gris y se pierden.
Se desvanecen frente a tus ojos y ya no hay nada que hacer.
Apenas un vaho rancio queda a modo de involuntaria pista.

Los presentes harán su pantomima de sorpresa.
Organizaran una profunda búsqueda simulada, otra vez.
Como para matar el tiempo de espera imprescindible.
Porque el show así lo exige, porque el show así lo manda.

Y esperando, esperarán que vuelvan a materializarse.
Los escapistas, los magos trashumantes, siempre vuelven.
Como dicen que dicen que vuelven las oscuras golondrinas.
Como ciertos recuerdos, también oscuros, irrenunciables.

A su regreso siempre son más bellos a nuestros ojos.
La magia se ha cumplido, cierra su ciclo, se corona de gloria.
La angustia, como la ausencia misma, deja de ser eterna.
Los aplausos y las risas festejan a la muerte que no fue.

(Y yo descruzo los dedos a escondidas. Respiro hondo.
Por suerte ha vuelto. Ojalá se quede por mucho tiempo)

Doña Ricarda

Hubo una vez, no hace mil años ni cien, sino tal vez siete o seis. Y esa vez me encontró en una estación de autobuses que casi que no se podía llamar como tal. Una de esas estaciones de autobuses chiquitas de pueblos chiquitos, pero que sin embargo era más que una garita al borde del camino.

El escenario, si eso fuera, podría componerse así: un techo más o menos grande y más o menos alto, que demarcaba los límites de la estación; una boletería cerrada que era boletería y oficina de informes a la vez; un quiosco con el pretencioso rótulo de bar, tan cerrado como todo a esa hora; dos bancas de cemento frío, una de las cuales ocupaba yo con mi mochila y mi maleta de ropa sucia; dos dubitativas luces fluorescente, opacadas por los bichos muertos del verano anterior  y dos dársenas, por si se daba la casi imposible casualidad de que coincidieran dos coches a la vez.

Y ahí estaba yo esperando, desde medianoche, el autobús que me llevaría a casa. Un autobús que no llegaría hasta las seis veinticinco, con suerte. Que fuera pleno invierno y no hubiera donde meterse no hacía más desolado el paisaje. Y tal vez por el frío, o tal vez porque mi ánimo no daba para más, la verdad es que no saqué mis manos de los bolsillos ni para leer, ni para escribir, ni para dibujar, que eran las tres ocupaciones básicas de todas mis esperas.

Habrán pasado tal vez dos horas así, en ese tipo de letargo meditativo que solo se consigue con mucha práctica, cuando llegó una señora que se acomodó en el otro banco. Iba abrigada como se abriga la gente que vive mucho en la calle, quién sabe que cantidad de capas de ropa, mantas y mantitas, como si fuera una cebolla. Tres o cuatro bultos medianos entre bolsas y ataditos, y una cara de esas que siempre parecen conocidas, de esas que hacen pensar en las abuelitas de los cuentos donde todo termina bien.

Por ley implícita de cortesía en estaciones y terminales, en esperas en donde sea, y de viajes en general, de todo se puede hablar con un desconocido, pero los nombres no se preguntan ni se dan jamás. Por eso, cuando la doña empezó con sus historias, sus preguntas raras pero amables, yo la bauticé, para mi misma, con el nombre de Ricarda, en honor a un tal Ricardo que habitaba las calles y los parques de mi barrio natal, y al cual me recordó al instante.

Cuando después de un buen rato de trascendentales conversaciones que aquí no voy a detallar, doña Ricarda, viendo que el frío ya me calaba hasta los huesos, me convidó con una tacita de café caliente imaginario. Y mientras tomaba agradecida el café, sorbo a sorbo, mi alma y mi cuerpo se fueron entibiando. Doña Ricarda desapareció confundiéndose con el vapor, también imaginario, del café. Sin decir palabra, tan silenciosamente como había llegado.

Apenas empezaba a clarear en el horizonte, y contra esa claridad se recortaba la silueta triunfal del autobús que yo esperaba desde hacía tantas horas. Me levanté y estiré mis brazos y mis piernas entumecidas, cargué al hombro mis cosas, y me dispuse a subir al coche con la clara intención de dormir el resto del viaje.

No estaban muertos…

Cuando de niña escuchaba hablar de los organilleros, siempre era con un dejo de nostalgia. Para mí eran algo muy antiguo, de un pasado que era más de la infancia de mis abuelos que de mis padres. Una especie extinta, desaparecida, de un pasado remoto.

Incluso en mi ciudad, que hace un siglo ya era ciudad a su manera, había un organillero. Uno, por lo menos. En la plaza principal. Con un mono. Eso fue lo que escuché siempre en casa. Y en mi cabeza infantil lo transformé en un ser mitológico, como los colchoneros, los deshollinadores, o las vendedoras de mazamorra de los tiempos de la Independencia.

Los organilleros eran seres de una época en que la música automática era casi magia, aunque fuera tan sencillamente mecánica. Seres que le daban vuelta a la manivela y que al compás de una musiquita hacían bailar un mono. Todo por unas monedas. Y tal vez, por amenizar una tarde en la plaza, por ver las miradas fascinadas de niños y grandes, quien sabe….

Organillos y organilleros vivían, para mí, en ese mundo mágico y triste de las cosas desaparecidas para siempre, de las cosas que solo sobreviven en los museos, los libros y las películas. Eran de esas cosas que yo supuse que no conocería jamás, como los dinosaurios. Y eso era parte importante de su perfil romántico.

Pero pasó un día, cuando yo ya tenía más de treinta, que por esas cosas de la vida, me encontré viviendo en otra ciudad y en otro país. Y en la esquina de la nueva casa, ahí nomas, a un par de decenas de metros, en su uniforme marrón gastado, estaba dale que dale a la manivela un organillero con su organillo.

Ya no lleva un mono atado con una correa para que baile al son. Hoy no sería políticamente correcto. Pero sí lo acompaña un asistente que, gorra en mano, va pidiendo una colaboración «para mantener la tradición». Se mueve rápido por entre los automóviles en lo que dura el rojo del semáforo, entrenado el ojo para detectar desde lejos el más mínimo gesto de quien quiera dar.

La primera vez que lo ví, de alguna forma también me maravillé. Se supone que las cosas extintas no vuelven a la vida. Pero allí estaba. Y yo creí, por un momento, que tenía el honor de estar frente al último de los últimos. La música no era tan bella como imaginaba, pero la mística de los años de ser místico lo enmendaba fácilmente.

Luego, un tiempo después, alguien me dijo que solo aquí, en este lugar del mundo, quedan organilleros, y que son rigurosamente cuarenta. Y yo no termino de creerles, los hay por todas partes. En casi todos los semáforos donde se cruzan avenidas importantes. Y en el centro, en la peatonal, en los parques. Hasta sindicato tienen. Dos en sindicatos, en realidad. A mi no me joden: en vía de extinción no están, ni por casualidad.

Lo que sí me atrevo a poner en duda, fuertemente, es que aún existan afinadores. O tal vez sí los hay, y se mueran de hambre. Porque el odioso sonido de los organillos puede llegar a desquiciar a cualquiera. Empiezo a creer también, que las monedas que la gente les da es para que ya paren de una vez, para que ya no sigan. Me suena más a extorsión que a arte, ¿que quieren que les diga? Hasta me han dicho que dicen que algunos usan grabaciones. Espantosas grabaciones de espantosas melodías que ya no son las hermosas melodías que solían ser.

Y sí, a veces, con culpa, fantaseo con extinguirlos y mandarlos de nuevo allí donde vivían, el romántico mundo de las cosas de un pasado mejor, más humano. Sino a todos, al menos a aquél que se pone cada día en la esquina de casa.

De libros, viajes y simpatias…

Viajando en la misma línea de metro de siempre. En el vagón aún medio vacío, un niño va leyendo un libro. Y es un libro que conozco.

Con culpa he de confesar que a veces siento más simpatía hacía un desconocido cualquiera que esté leyendo un libro que yo leí, que hacia uno que hable con mi propio acento. Sé que no significa nada. Gente muy diversa puede coincidir en un libro o dos, pero a mí me da un “no sé que” de intimidad, de cercanía, hasta de cariño. Ese cariño instantáneo y pasajero, que dura lo que el encuentro, que no requiere palabras, y que es unidireccional, porque el otro nada sabe de la coincidencia.

Pero con este niño es distinto. Porque el libro es distinto. Un drama infantil, sobre un drama que en la vida real suele ser más dramático que en el libro, y que sin embargo está tan bien escrito, tan bien encarado….

Lo miro. Será unos dos o tres años mayor que el protagonista. Aunque si viaja en el metro, posiblemente no se le parezca tanto. O si. Hay cosas que unen y generan identificación más que otras. Sobre todo en la infancia. También de eso habla el libro.

Lo miro. El niño, pre adolescente a todas luces, viaja solo y está tan metido en su lectura, que supongo que conoce ya de memoria las curvas, los frenazos y los tiempos de esta linea metro. Se ve tan niño en medio de tanto adulto.

Lo miro. Y me pregunto como llegó ese libro a sus manos. Es un libro escrito expresamente para él, pero a mi, persona promedio de más de treinta, me estrujo el alma. Como sea, ya está por terminarlo. Tan presente lo tengo, que casi que podría decir yo por donde va. Lee rápido, con avidez, y lo entiendo. La historia te envuelve, te atrapa y te angustia. El final es inesperado, todo apunta que será un terrible final. Y en realidad, es medio terrible, pero no tan terrible. Quisiera decírselo, pero esas cosas no se hacen entre lectores que disfrutan su lectura.

Lo miro. Quien sabe hasta donde seguirá su viaje. Mi parada es la próxima estación. Veo, por entre la multitud que acaba de subir, que se sonríe de lado. Creo que ya está descubriendo de que viene la cosa, ya está atando cabos, elaborando hipótesis, arriesgando futuros más prometedores. Que buen momento ese momento.

Me sonrío también, con el alma calentita. Me sonrío y él ni se entera, ni tiene como enterarse, porque no ha levantado la vista del libro ni una sola vez.

Observaciones al vuelo

Los aviones más modernos tienen una pantalla por pasajero. Incluso si son pasajeros de clase turista, que es lo que suelo ser yo cuando viajo en avión.

Una persona, una pantalla.

Una pantalla por pasajero, y un par audífonos también.

No de los mejores, no para todos al menos. De esos chiquitos e incómodos que van dentro de la oreja. Audífonos, obviamente, para no molestar al vecino de asiento, que tan cerquita está.

Y para que no nos molesten.

Más que ninguna otra cosa, los audífonos inhiben a cualquiera que ose dirigirnos la palabra. Si llevamos los audífonos puestos, es como si estuviéramos dormidos.

O muertos.

Ni la hora se les pregunta a los que no quieren escuchar. Desprecian hasta un “buendía” sin siquiera hacer un gesto. Los audífonos, por lo visto, también los habilita para hacerla de ciegos.

Imaginación ® (marca registrada)

Princesas, doctoras, mamás o astronautas. Las niñas (y los niños, obviamente) pueden jugar a lo que sea con solo desearlo. También pueden ser monstruos o conejos, karatecas o koalas, robots o bomberos. Todo ¡todo! por el mismo precio: cero pesos. Cero absoluto. Imaginar no cuesta ni un centavo. Nunca. Jamás.

La imaginación no solo es gratis, sino que también es infinita. Nadie te dice de qué color ha de ser el vestido de la princesa o la cantidad de cabezas que debe tener el dragón. Se pueden explotar planetas con un gesto, volar sin alas, respirar bajo el agua, viajar en el tiempo. Morir y resucitar mil veces. La imaginación puede ajustar el universo a la medida del que imagina tantas veces como lo desee. Así de poderosa puede ser.

La imaginación es lo único realmente suyo que tiene un niño y lo más privado. Y tal vez, también los grandes. Pero como todas las cosas que se tienen, se puede tener mucho o poco. Es decir, esa imaginación puede ser más rica y diversa, o más pobre y mediocre. Eso tampoco depende del dinero.

O sí. Tal vez sí.

Los niños que a la hora de jugar cuentan solo con su imaginación esponsorizada, de princesas marca registrada, automóviles marca registrada, extraterrestres marca registrada, tienen mucho menos que imaginar. Salvo en casos muy excepcionales, esos niños ya no pueden decidir ni el nombre, ni el color, ni la forma de sus fantasías.

Si antes de hablar ya incorporan el «como debe ser» incluso sobre lo que no existe, lo que no es más que quimeras, están perdiendo la libertad en el único ámbito en que son (o deberían ser) absolutamente libres: su imaginación.

Días de aire denso.

En estos días hace calor todo el día, todos los días.

Yo miro por la ventana y veo el río, las islas, el parque.
Veo el puerto, un poquito de ciudad, algo de campo.
Miro por la ventana y veo tanto, tanto cielo azul celeste.
Veo tanto horizonte, siempre presente, allá a lo lejos.

Va terminando la tarde, el sol ya no quema, pero el aire sí.

Escucho a los chicos que juegan en el parque como si nada.
A los vecinos que toman mate, tranquilos, en la vereda.
A la gente que va emergiendo a las calle, ahora que se puede.
Y a los mios, que se vienen despertando de la siesta.

El ronronear de mil motores de aire acondicionado va bajando.

Es verano, pleno verano y esta vez, dicen, sí hace calor.
Yo miro por la ventana y respiro hondo, respiro profundo.
Los pulmones se me llenan de aire denso y caliente.
De aire que huele como olían siempre las tardes de verano.

La gente suspira suspiros espesos, lentos, suspiros mudos.

Hace  mucho calor,  y mi cuerpo transpira como todos.
En mi espalda las gotas de sudor se condensan y resbalan.
Y me gusta pensar que me estoy empapando de entrerrianía.
Como se empaparía también bajo la lluvia o en el río.

En estos días hace calor todo el día, todos los días y no me importa.

Respiro hondo, me empapo y me inundo de esta esencia mía.
Como ayuda memoria, como reaseguro, como amuleto de buena suerte.
Debe durarme un año al menos, por lo menos, por las dudas.
Debe durarme mientras este lejos, hasta que vuelva, hasta ese día.